Sugirió la idea de tomarse unas merecidas vacaciones. Y soñó con un mar turquesa, y con playas de arenas blancas. A la semana siguiente, le dije que tenía un regalo para ella, y le pedí que cerrara los ojos. Me acerqué, calmé sus temblores con dos o tres caricias sobre los cabellos, y coloqué en una de sus orejas un caracol y entre las yemas de los dedos una bolsita con arena.
-¿Oye? –pregunté.
-Oigo –respondió-. Oigo un eco, un eco lejano como cualquier otro eco; pero un eco con un poco de viento y un poco de mar.
-¿Y siente? –pregunté.
-Siento.
-Puede abrir los ojos cuando quiera –propuse.
Ella sacudió la cabeza, agitó el ritmo de su respiración, y sin despegar el caracol de su oreja y la bolsita de arena sobre las yemas, suplicó:
-No, no. No sea malo, déjeme un poquito más, un poco más aquí, en este lugar de arenas blancas y de mar turquesa.-